El Coloso de la Tinta
El que crece en un valle rodeado de volcanes activos, usualmente se convierte en una persona acostumbrada a darle deferencia y veneración a la naturaleza. El magma que se desliza de colores de coral y atardecer, se convierten en ríos de inspiración y respeto. Hay algo que penetra la tierra, que violentamente altera la configuración del terreno y de la naturaleza y mancha el manto acuífero con grandes cantidades de minerales, sobresaliendo el hierro. La constante amenaza de un evento catastrófico está presente en el imaginario colectivo y es por eso que muchas culturas se allegan y le hacen rituales a los colosos de roca.
Se dice que la gente que crece en tierras volcánicas tienden a ser más intensos, con almas de guerreros, con peso al caminar. El ritmo de erupciones, retumbidos y fumarolas sirven como hitos en la vida: marcan el paso del tiempo y el cambio de estaciones climáticas. En la cultura Maya, los volcanes representaban una dualidad de potente destrucción y activa protección.
En este entorno natural creció el reconocido artista Rodolfo Abularach, en la Ciudad de Guatemala, un valle rodeado de volcanes situado sobre tres placas tectónicas y un mundo que estaba a punto de erupción. Los años 30 en Guatemala fueron intensos, pues casi toda la década se vivió bajo el mando del dictador Jorge Ubico, el cual veía cómo su peor enemigo a la democracia. Simpatizante del gobierno Nazi, el cual seguía en ascenso en Alemania, Ubico trataba de tachar y erradicar todo tipo de individualismo e intelectualismo.
Estos momentos de intensidad y preocupación volcaron la mirada del joven Abularach a cuestionar e internalizar observaciones profundas. Las tendencias autoritarias globales son como un oleaje de presión – la sociedad se polariza, de una manera parecida a los momentos que estamos viviendo ahora. La tertulia política influencia el pensar de las mentes en desarrollo. Abularach comienza su proceso de contemplación por medio del dibujo. A los escasos siete años demuestra un talento prodigioso al dibujar, escenas taurinas inspiradas por las historias familiares y estampillas que encontraba en su hogar. A los catorce años ya recibía invitaciones para mostrar sus creaciones.
Es durante la post-guerra, en el momento de gran auge en las Américas, que decide Abularach estudiar arquitectura en la universidad estatal de San Carlos en la Ciudad de Guatemala. La fiebre del modernismo estaba en su pico de infección, volcándose la práctica a un intento de universalismo y estandarización. Cierto es que, en estos momentos, también se buscaba información visual local y específica, ya sea en templos japoneses o como en el caso del joven Rodolfo, en edificios, códices y demás objetos de la cultura Maya.
Es bajo esta premisa y el tutelaje de Carlos Mérida (guatemalteco de nacimiento) que decide lanzarse al mundo de las artes plásticas y dejar a un lado la arquitectura. Sus dibujos, de una técnica sorprendente en tinta china, son observaciones y extracciones de momentos claves en la historias mayas, leída desde un punto contemporáneo. Sus figuras, abstracciones de cuerpos humanos y animales, intentan representar ritmo y balance. Estas manchas flotan completamente en el plano superficial de la obra.
Su trazo- libre, intenso y con convicción - le llama la atención a curadores, coleccionistas y homólogos. Su obra , la cual refleja un ejercicio constante meditativo y repetitivo, pareciera querer contar historias de una realidad paralela. Es en este momento que recibe becas e invitaciones para diversos programas de renombre en Nueva York, incluyendo dos Fellowship de la Fundación del Museo Guggenheim.
Abularach llega en el momento más adecuado a la ciudad que estaba pasando por una de sus fases culturales más fértiles. Re-energizado por su victoria, Estados Unidos celebra por medio de un derroche gubernamental de recursos en el esfuerzo de reconstrucción global, el cual incluye las artes plásticas como un nuevo discurso de conexión. Nueva York se vuelve una especie de refugio y laboratorio para muchos artistas Europeos que habían emigrado pues se les permitía crear libremente y en comunidad. Estos son, se pudiera argumentar, los años de oro de la escena de artes plásticas en Nueva York.
El acceso a ideas, tendencias y diferentes prácticas marcan una bifurcación en el trabajo del artista. Por un lado concretiza su práctica personal y por el otro, digiere e incorpora tendencias y visiones foráneas. Es aquí donde se solidifica la mirada del artista, arriba a su compulsión de pintar los mismos temas en diferentes escalas, técnicas y paletas de color. El volcán de su infancia toma posesión de su lienzo y el ojo humano le obsesiona como sujeto de estudio.
Es difícil saber exactamente cuántos volcanes y ojos ejecutó el artista hasta el momento de su fallecimiento en el 2020. Estos aparecen en cuadernos, en hojas sueltas, en grabados, en tintas, acuarelas y pinturas. Experimentaba con la abstracción, con el foto-realismo, con la representación directa y con la dilución de la realidad. Su obra se vuelve una especie de surrealismo con tintes de modernidad y lo moderno, intuimos que hay una especie de Judd o Rothko en tinta china, basado en jeroglíficos Mayas. Pero no es solo una práctica Euro-centrista, la labor meditativa, gráfica y plana dialoga con Mono-Ha en su interés de resaltar la labor humana versus la tecnológica.
Principalmente preocupado por entender y profundizar en la conexión humana con su ser interior, su proceso de investigación abarcaba prácticas holísticas orientales como el yoga y la meditación. Prácticas ancestrales de integración cuerpo-mente que ahora son aceptadas como convencionales, en su momento generaban sospechas y rechazo social. No era solo el brazo que utilizaba para crear, era su ser completo que manipulaba para canalizar el movimiento al dibujar.
Por más de setenta años, el artista decide indagar profundamente en el proceso creativo por medio de pocos recursos visuales. Este acercamiento metafísico sirve como un portal a algo más allá que la pieza de arte física - recibiendo acceso por medio de la mirada de un ojo ajeno al interior del alma o por medio de una erupción al interior del planeta y el cosmos. Podrían ser estos ojos y volcanes parte de otra geografía, otra realidad, en otra galaxia.
El ser vistos, el ser provocados y amenazados. El ojo panóptico de arquitectura de los iluminados del siglo XVIII, se vuelve literalmente un ojo en tinta china que entra a los espacios de exhibición y al imaginario de las personas. Ser observado representa una dualidad parecida a la de los Mayas – puede ser considerado una especie de protección o una aceptación de control y manipulación. La profunda contemplación del artista prevé la discusión de temas universales que aumentan en relevancia al hablar del entorno digital que nos abraza sin pedir permiso. Y es así que se obvia la conclusión que los dos sujetos llegan a ser uno mismo. Los ojos y los volcanes son centros de energía con una profundidad casi infinita, la cual expone al sujeto a observar mientras está siendo observado. Rodolfo Abularach se revela como un guerrero de hierro.